UNA TARDE DE AGOSTO, ACOMPAÑANDO A MI PADRE, EN UN ESCENARIO CINEGÉTICO
La vida era monótona, tranquila, en que apenas sus habitantes nos rozábamos, en donde la naturaleza se palpaba, se metía entre sus casas, las huertas, las linares, los prados, los negrillos y las eras.
Mi padre estaba revestido de muchas y valiosas cualidades y entre ellas era un cazador nato, pues su afición la había heredado de su tío Faustino, ambos nativos de Roales de Campos, en la provincia de Valladolid.
A esta noble afición y arte cinegético, tenía un profundo conocimiento de las costumbres de los animales salvajes, no sólo de las alimañas, lobo, jabalí, zorro, gineta, sino y aún más, de la liebre, conejo, perdiz, codorniz, tórtola, paloma, etc., y ello le permitía saber en cada época del año, los lugares más idóneos para cada especie.
A ello se unía la destreza en el manejo de la escopeta, su saque perfecto, y cualquier animal que corriera o volara, dentro del alcance de la escopeta, su muerte era infalible; sólo en rarísimas ocasiones se le marchaba alguna pieza.
Inmediatamente salimos de casa, mi padre, sacó la petaca del bolso, el librito de papel Abadie, que tenía un escudito en dorado, que era el mejor papel que fabricaban en Alcoy (Alicante) y lió un pitillo, percatándose de que la petaca tenía poco tabaco, regresó a casa, cogió un cuarterón de tabaco, que era grande y bien prensado; con su dedo índice, rascaba para removerlo, llenó la petaca y nos fuimos.
Su estampa era bella. Ya había parvas grandes cónicas; algún carro cargado de mieses allí estacionado y debajo a su sombra algunos, tendidos sobre el suelo, durmiendo la siesta.
Con sus corderos de gran tamaño, tendidos sobre el agostado césped en derredor de algunos robles que les servían de grandes sombrillas para protegerse del sol, sesteaban.
Ahora ya nos internamos en la majada donde la sombra de los centenarios robles producían un sentimiento de alivio. Las enormes ramas de los robles, abrumados por el peso de sus abundantes hojas, de un verde uniforme, que al tocar las ramas con sus hojas de formas irregulares, cual si fuesen manos, un poco aterciopeladas, y viéndonos obligados a agacharnos para poder pasar por debajo.
Los mosquitos en plagas numerosas y de diminuto tamaño, se hacían insoportables, y yo corté un ramasco y se lo dí a mi padre y otro para mí y con ellos nos abanicamos para ahuyentarlos.
Nosotros les llamábamos relinchones, porque en su característico vuelo de subir y bajar producen un relinchar muy especial; son tan lindos, tienen un plumaje brillante y con colores intensos y variados que el contemplarlos es gozoso.
Sonaba el arrullo de las palomas torcaces,los gayos y nuestro caminar era placentero; a la vera de un regato que corría desde lo alto; atravesamos monte acamperado, con robles colocados al desaire y espaciados entre sí y llegamos a un hermoso helechal frondoso y verde y mi padre me contaba que en los meses crudos de invierno las liebres vivían cerca del reguero y hay un dicho” que en enero busca la liebre junto al reguero”; y que en ese lugar había matado varias liebres.
Comenzaba una pendiente con un camino dificultoso, surcado caprichosamente por las corrientes de las aguas del invierno, muy pedregoso que era esforzado el caminar; mi padre me interrogaba y me preguntaba si me cansaba, tenía catorce años y yo contestaba que no.
Coronada la pendiente, nos encontramos con una amplia loma desde la cual se dominaba una enorme extensión de terreno; la panorámica era bella e impresionante y una leve brisa nos confortaba.
A mi padre le había comentado un pastor, días atrás, que allí en aquel lugar existían dos charcas que buscábamos y encontramos de inmediato.
Distaban ambas entre sí pocos metros y casi circundándolas, crecían las urces que son como mogueras grandes, convirtiendo aquel lugar en boscoso; había también matas de roble y algunas destacaban de las otras por su altura, es decir robles de poco diámetro.
Nos situamos en medio de las dos charcas, las que tenían poco agua y mucho lodo y barro; el citado pastor había dicho a mi padre que los jabalíes iban a bañarse en camada a las charcas, pues no hemos de olvidar que era mediados de agosto y los jabalíes son portadores de piojos y otros parásitos, se bañaban, mejor diremos chapuceaban, enlodándose en el fango, en donde si nada ni nadie les inquietaba, lo debían pasar a lo grande.
Cuando instintivamente decidían abandonar el lugar, antes, se esponjeaban violentamente, para sacudirse del agua y lodo, se acercaban a algún chaparro roble y sobre él se restregaban sus lomos, de uno y otro lado, dejando pegadas a la corteza de los robles, barro y lodo en abundancia y largas y ásperas cerdas.
Nuestra situación en medio de las charcas escondidos entre las urces y malezas, sentados sobre el estiado césped en cuclillas y las piernas cruzadas, postura incómoda mirando de frente a la charca mayor y a nuestra espalda la menor.
Mi padre introdujo en las recámaras de la escopeta dos cartuchos de bala, activó el seguro, la colocó sobre sus piernas sujetándola con sus manos; yo a su vera ambos inmóviles en silencio absoluto, sin poder ni carraspear, ni mucho menos fumar, lo que sin duda causaría a mi padre ansiedad, dado que era un fumador empedernido.
En esta posición incómoda y cansina, en aquel silencio sepulcral, que únicamente se movían algunos pajaritos que volaban posándose en las ramas encima de nosotros, entonaban sus armónicos trinos, yo le contemplaba pues ellos no se percataban de nuestra presencia. También los negros y acharolados grajos, pasaban volando a baja altura, con esos graznidos que les caracterizan.
Las urracas merodeaban en nuestro alrededor con esas piruetas tan clásicas en ellas, con esa gran cola y su negro y blanco plumaje.
De forma inesperada, momentáneamente, se silencia el ruido; yo lógicamente pensé, que en la charca detrás de nosotros una camada de jabalíes se había metido dentro, en el lozadal, moví mi cabeza para mirar hacia atrás, para comprobarlo, en este instante por una senda que había a nuestra derecha a menos de dos metros de distancia, hace acto de presencia un enorme lobo que llevaba en su boca un cordero blanco y grande, se percató de mi leve movimiento, dejó caer sobre el suelo su presa y dio un salto enorme hacia atrás, de donde venía, ,mi padre precipitadamente le encañonó y le disparó, cuya bala se alojó en uno de esos robles pequeños al que astilló, pues si no me hubiera movido, el lobo habría caminado breves metros y sin duda mi padre lo hubiera matado.
Fui regañado por mi padre y me dijo” si no te hubiese traído lo hubiera matado”, lo asumí con normalidad porque tenía toda la razón; ambos de inmediato salimos de la espera, yo tomé el cordero que era una hembra y estaba viva, la adentré en la espesa acariciándola con lo que la coloqué sobre el suelo. Mi padre quería comprobar la trayectoria de la bala, me llamó para que viera donde había impactado, trazamos la recta imaginariamente desde el lugar donde estaba sentado mi padre y donde había impactado la bala y ciertamente pasó raspando al lobo.
La cordera se murió, pues las heridas inferidas por el lobo la afectaron sus órganos vitales.
La tomé, con ayuda de mi padre sobre los hombros, como el buen pastor y nos ausentamos de aquel escenario, que en breve tiempo nos causó hondas impresiones, y ladera hacia arriba, por aquellas veredas dificultosas, cansinamente íbamos ascendiendo hasta llegar a una amplia loma, en donde posamos la cordera, tomamos aire a pulmón lleno y nos sentamos para descansar y a la vez contemplar el panorama tan bello, tan hermoso que se nos brindaba. Diré que desde allí se veían Espinosa, Mondreganes, Canalejas y Almanza.
Mi padre sentado sobre el reseco césped, saca su petaca y el librito y con la destreza que tenía con sus finas manos y sus largos y enjutos dedos lió un pitillo, lo encendió y a chupar haciéndolo con una satisfacción tal que le envidiaba.
Nuestras miradas lo eran en todos los sentidos a lo cerca y a lo lejos, y era tan bonito, tan bello el panorama que infundía, placer, satisfacción y mi padre como tal y como maestro que era, me decía que si me daba cuenta, me percataba de la hermosura de la naturaleza, el urzal y los mogueros con su calor morado; el verde de los helechos, la majada, más a lo lejos del río Cea, en ambos lados y todo a lo largo la frondosa chopera, los pueblecitos, los tomillares, todo esto lo ha creado nuestro Padre Celestial y sin lugar a duda lo ha hecho para nuestro gozo, para que lo disfrutemos gratuitamente, y allí permanecimos deleitándonos largo tiempo.
Iniciamos nuestro caminar hasta llegar a nuestro hogar. Este momento fue emotivo, mi querida madre y mis hermanos, nos escuchaban y miraban con avidez, con la respiración entrecortada por la emoción, y parecía que no creían lo que contábamos; alguno corrió a anunciarlo a los vecinos.
La que nos ocupa la identificó enseguida diciendo que correspondía al rebaño de un pastor de un pueblo cercano llamado Calaveras de Abajo y él se encargó de anunciárselo. Llegándose a mi casa comprobó la muezca que era de su rebaño y que el lobo se la había hurtado en un pago denominado Los Requejos que distaba del que nos la dejó el lobo aproximadamente tres kilómetros.
Ahora podemos afirmar la rigidez de conciencia de mi padre, unida a la lógica tan eficiente que propuso al que había sido dueño de la cordera, que la iban a cortar por la mitad, y una parte para cada uno; ambos sonrientes se abrazaron quedando satisfechos y felices ¡qué tiempos aquellos tan añorados ¡.
La noticia que el señor maestro de Espinosa había realizado aquella proeza, y como el lobo la llevaba entre sus fauces viva, enseguida pensaron que tenía las crías cerca a donde la dejó, casi se la quitamos y los vecinos todos ganaderos, de Calaveras de Abajo y de Arriba llevaron a cabo una redada que culminó encontrando tres hermosos lobeznos, que su padre, el lobo llevaba viva la presa para que ellos se entrenaran en matarla, descuartizarla y comerla.
Tomaron los tres lobeznos, y como era habitual en aquellos tiempos, los metieron en una cesta que era redonda, de mimbres trenzadas, un asa y una tapa la cual permitía al girarla abrirla y cerrarla.
En los días posteriores, con los lobeznos dentro de la cesta, en algún burro los llevaban por los pueblos circundantes y todos los vecinos a modo de limosna o recompensa les daban legumbres, garbanzos, alubias, fréjoles, chorizos, tocinos, huevos… es decir, hacían el agosto.
Ahora cuando escribo esto a mis 83 años y de ellos haber permanecido 44 en varios Juzgados como funcionario de la Administración de Justicia, por mi mente ha pasado un hecho de índole jurídico para poder determinar a quien correspondía la pieza por mi padre adquirida, si a éste o contrariamente al propietario que había sido de ella.
El pastor, el dueño le fue arrebatada la cordera de su rebaño, pastando dentro del término municipal de Canalejas, y el lugar en donde el lobo se vio obligado a dejarla; pertenecía al municipio de La Vega de Almansa.
Ello en sí, suscitaría un conflicto competencial.
Pero sobre el fondo algo he pensado y ciertamente el pastor había perdido la cordera, pues se la había robado al lobo; a él no le sería posible demostrar que el lobo lo habría hecho, pues lobos hay muchos y es harto, difícil hacerse con su filiación, su identificación.
Lo incuestionable es que se quedó sin el animal e igualmente es cierto que si no hubiera sido mi padre que ejercitaba un legítimo deporte como es la caza, la pieza sin lugar a duda había caído en medio de los tres lobeznos, que la habían matado, descuartizado y engullido.
Moraleja: dejando en el olvido estas hipótesis que yo he planteado quiero circunscribirme a la ética, a la moral y por eso cuanto antes afirmaba “la rigidez de conciencia de mi padre”, con su buen hacer hizo como Salomón partiendo a la mitad a la cordera, en este caso, mitad para el pastor y mitad para el cazador.
Así lo hizo mi padre, así lo haría yo y así debería hacerlo nuestra prole.