martes, 1 de marzo de 2011

UNA TARDE DE AGOSTO, ACOMPAÑANDO A MI PADRE, EN UN ESCENARIO CINEGÉTICO

UNA TARDE DE AGOSTO, ACOMPAÑANDO A MI PADRE, EN UN ESCENARIO CINEGÉTICO


En aquella época vivíamos en un pueblecito muy pequeño, que más que pueblo, se parecía a un caserío, habitado por ocho vecinos, con sus respectivas familias.

La vida era monótona, tranquila, en que apenas sus habitantes nos rozábamos, en donde la naturaleza se palpaba, se metía entre sus casas, las huertas, las linares, los prados, los negrillos y las eras.

Mi padre estaba revestido de muchas y valiosas cualidades y entre ellas era un cazador nato, pues su afición la había heredado de su tío Faustino, ambos nativos de Roales de Campos, en la provincia de Valladolid.

A esta noble afición y arte cinegético, tenía un profundo conocimiento de las costumbres de los animales salvajes, no sólo de las alimañas, lobo, jabalí, zorro, gineta, sino y aún más, de la liebre, conejo, perdiz, codorniz, tórtola, paloma, etc., y ello le permitía saber en cada época del año, los lugares más idóneos para cada especie.

A ello se unía la destreza en el manejo de la escopeta, su saque perfecto, y cualquier animal que corriera o volara, dentro del alcance de la escopeta, su muerte era infalible; sólo en rarísimas ocasiones se le marchaba alguna pieza.

Corría el mes de agosto del año 1938, yo contaba con 14 años de edad, serían las tres de la tarde, hora solar, mi padre cogió la escopeta, que en aquella época era muy buena,; tenía pletina larga, calibre doce, dos cañones paralelos, marca “La Perdiz”, orejas reforzadas, expulsores de doble arco, y una bandolera preciosa, de cuero trenzado, y con ella la colgó sobre su hombro; colocó la  canana en la que introdujo varios cartuchos de bala, postas y perdigón gordo. Preparamos de inmediato dos pequeños bocadillos, pues mi padre me había brindado la oportunidad de que si quería acompañarle, a lo que acepté muy gustosamente, calzamos las botas, calamos los sombreros y salimos de casa por la puerta trasera, pues mi madre y hermanos se habían acostado para la siesta.

Inmediatamente salimos de casa, mi padre, sacó la petaca del bolso, el librito de papel Abadie, que tenía un escudito en dorado, que era el mejor papel que fabricaban en Alcoy (Alicante) y lió un pitillo, percatándose de que la petaca tenía poco tabaco, regresó a casa, cogió un cuarterón de tabaco, que era grande y bien prensado; con su dedo índice, rascaba para removerlo, llenó la petaca y nos fuimos.

Era la hora de la canícula y el sol implacable, sin piedad calentaba y mucho. Atravesamos las eras del pueblo, en donde los labradores se afanaban en la recolección de los cereales; había tendidas sobre el césped, gavillas en forma circular y sobre los trillos algunas personas seniles, hombres y mujeres, que guiaban a las yuntas de vacas, que en lentas e interminables vueltas en los trillos, iban reduciendo a polvo las mieses.

Su estampa era bella. Ya había parvas grandes cónicas; algún carro cargado de mieses  allí estacionado y debajo a su sombra  algunos, tendidos sobre el suelo, durmiendo la siesta.

Seguimos y antes de adentrarnos en la majada, había dos rebaños de ovejas, ya esquiladas

 Con sus corderos de gran tamaño, tendidos sobre el agostado césped en derredor de algunos robles que les servían de grandes sombrillas para protegerse del sol, sesteaban.

Ahora ya nos internamos en la majada  donde la sombra de los centenarios robles producían  un sentimiento de alivio. Las enormes ramas de los robles, abrumados por el peso de sus abundantes hojas, de un verde uniforme, que al tocar las ramas con sus hojas de formas irregulares, cual si fuesen manos, un poco aterciopeladas, y viéndonos obligados a agacharnos para poder pasar por debajo.

Los mosquitos en plagas numerosas y de diminuto tamaño, se hacían insoportables, y yo corté un ramasco y se lo dí a mi padre y otro para mí y con ellos nos abanicamos para ahuyentarlos.

La majada era coqueta, con robles grandes, hermosos, centenarios, en medio una  campera  abierta; al caminar parecía que lo hacíamos sobre una alfombra, las grandes hojas secas, crujientes sonaban; de vez en cuando se oía al pájaro carpintero picotear en el tronco de un roble haciéndole un orificio, circular, que iba barrenando con su largo y robusto pico, hasta perforarlo; lo hacen tan perfecto como si de un buen delineante se tratara, sin emplear compás; la postura que adoptan en ese quehacer es la verticalidad, pegados a la corteza del roble con sus patas y larga cola, y en el suelo se halla el serrín fresco y oloroso como si fuera un pequeño aserradero de madera.

Nosotros les llamábamos relinchones, porque en su característico vuelo de subir y bajar producen un relinchar muy especial; son tan lindos, tienen un plumaje brillante y con colores intensos y variados que el contemplarlos es gozoso.

Sonaba el arrullo de las palomas torcaces,los gayos y nuestro caminar era placentero; a la vera de un regato que corría desde lo alto; atravesamos  monte acamperado, con robles colocados al desaire y espaciados entre sí y llegamos a un hermoso helechal frondoso y verde y mi padre me contaba que en los meses crudos de invierno las liebres vivían cerca del reguero y hay un dicho” que en enero busca la liebre junto al reguero”; y que en ese lugar había matado varias liebres.

Comenzaba una pendiente con un camino dificultoso, surcado caprichosamente por las corrientes de las aguas del invierno, muy pedregoso que era esforzado el caminar; mi padre me interrogaba y me preguntaba si me cansaba, tenía catorce años y yo contestaba que no.

Coronada la pendiente, nos encontramos con una amplia loma desde la cual se dominaba una enorme extensión de terreno; la panorámica era bella e impresionante y una leve brisa nos confortaba.

Proseguíamos nuestro caminar para a breve trecho comenzar a descender por una pronunciada ladera, que para ello no había camino definido, sino sendas estrechas curvaslíneas a fin de ir salvando el robledal, el brezo y la enorme maleza, y así uno tras otro despacito, pausadamente íbamos descendiendo hasta llegar al final del valle, pues a poco trecho daban comienzo las tierras labradas y sembradas de avena y centeno y más a lo lejos el pueblo de Calaveras de Arriba.

A mi padre le había comentado un pastor, días atrás, que allí en aquel lugar existían dos charcas que buscábamos y encontramos de inmediato.

Distaban ambas entre sí pocos metros y casi circundándolas, crecían las urces que son como mogueras grandes, convirtiendo aquel lugar en boscoso; había también matas de roble y algunas destacaban de las otras por su altura, es decir robles de poco diámetro.

Nos situamos en medio de las dos charcas, las que tenían poco agua y mucho lodo y barro; el citado pastor había  dicho a mi padre que los jabalíes iban a bañarse en camada a las charcas, pues no hemos de olvidar que era mediados de agosto y los jabalíes son portadores de piojos y otros parásitos, se bañaban, mejor diremos chapuceaban, enlodándose en el fango, en donde si nada ni nadie les inquietaba, lo debían pasar a lo grande.

Cuando instintivamente decidían abandonar el lugar, antes, se esponjeaban violentamente, para sacudirse del agua y lodo, se acercaban a algún chaparro roble y sobre él se restregaban sus lomos, de uno y otro lado, dejando pegadas a la corteza de los robles, barro y lodo en abundancia y largas y ásperas cerdas.

Nuestra situación en medio de las charcas escondidos entre las urces y malezas, sentados sobre el estiado césped en cuclillas y las piernas cruzadas, postura incómoda mirando de frente a la charca mayor y a nuestra espalda la menor.

Mi padre introdujo en las recámaras de la escopeta dos cartuchos de bala, activó el seguro, la colocó sobre  sus piernas sujetándola con sus manos; yo a su vera ambos inmóviles en silencio absoluto, sin poder ni carraspear, ni mucho menos fumar, lo que sin duda causaría a mi padre ansiedad, dado que era un fumador empedernido.

En esta posición incómoda y cansina, en aquel silencio sepulcral, que únicamente se movían algunos pajaritos que volaban posándose en las ramas encima de nosotros, entonaban sus armónicos trinos, yo le contemplaba pues ellos no se percataban de nuestra presencia. También los negros y acharolados grajos, pasaban volando a baja altura, con esos graznidos que les caracterizan.

Las urracas merodeaban en nuestro alrededor con esas piruetas tan clásicas en ellas, con esa gran cola y su negro y blanco plumaje.

En esta situación llevábamos un buen rato y de pronto, el silencio fue perturbado por un crujir de hojarascas, ramas y brozas que sobre el suelo, resecas, había, y ese ruido se situaba en la ladera del valle a nuestra espalda y yo presagiaba que galopando descendía una camada de jabalíes; por la mente de mi padre algo idéntico debió de sentir.

De forma inesperada, momentáneamente, se silencia el ruido; yo lógicamente pensé, que  en la charca detrás de nosotros una camada de jabalíes se había metido dentro, en el lozadal, moví mi cabeza para mirar hacia atrás, para comprobarlo, en este instante por una senda que había a nuestra derecha  a menos de dos metros de distancia, hace acto de presencia un enorme lobo que llevaba en su boca un cordero blanco y grande, se percató de mi leve movimiento, dejó caer sobre el suelo su presa y dio un salto enorme hacia atrás, de donde venía, ,mi padre precipitadamente le encañonó y le disparó, cuya bala se alojó en uno de esos robles pequeños al que astilló, pues si no me hubiera movido, el lobo habría caminado breves metros y sin duda mi padre lo hubiera matado.

Fui regañado por mi padre y me dijo” si no te hubiese traído lo hubiera matado”, lo asumí con normalidad porque tenía toda la razón; ambos de inmediato salimos de la espera, yo tomé el cordero que era una hembra y estaba viva, la adentré en la espesa acariciándola con lo que la coloqué sobre el suelo. Mi padre quería comprobar la trayectoria de la bala, me llamó para que viera donde había impactado, trazamos la recta imaginariamente desde el lugar donde estaba sentado mi padre y donde había impactado la bala y ciertamente pasó raspando al lobo.

Nos volvimos a sentar, tal como antes nos encontrábamos, pues el hecho insólito que habíamos vivido, no impedía que los jabalíes, en cualquier instante hicieran acto de presencia, y así continuamos mucho tiempo hasta que mi padre me dijo nos vamos.
La cordera se murió, pues las heridas inferidas por el lobo la afectaron sus órganos vitales.

La tomé, con ayuda de mi padre sobre los hombros, como el buen pastor y nos ausentamos de aquel escenario, que en breve tiempo nos causó hondas impresiones, y ladera hacia arriba, por aquellas veredas dificultosas, cansinamente íbamos ascendiendo hasta llegar a una amplia loma, en donde posamos la cordera, tomamos aire a pulmón lleno y nos sentamos para descansar y a la vez contemplar el panorama tan bello, tan hermoso que se nos brindaba. Diré que desde allí se veían Espinosa, Mondreganes, Canalejas y Almanza.

Mi padre sentado sobre el reseco césped, saca su petaca y el librito y con la destreza que tenía con sus finas manos y sus largos y enjutos dedos lió un pitillo, lo encendió y a chupar haciéndolo con una satisfacción tal que le envidiaba.

Nuestras miradas lo eran en todos los sentidos a lo cerca y a lo lejos, y era tan bonito, tan bello el panorama que infundía, placer, satisfacción y mi padre como tal y como maestro que era, me decía que si me daba cuenta, me percataba de la hermosura de la naturaleza, el urzal y los mogueros con su calor morado; el verde de los helechos, la majada, más a lo lejos del río Cea, en ambos lados y todo a lo largo la frondosa chopera, los pueblecitos, los tomillares, todo esto lo ha creado nuestro Padre Celestial  y sin lugar a duda lo ha hecho para nuestro gozo, para que lo disfrutemos gratuitamente,  y allí permanecimos deleitándonos largo tiempo.

Las tardes en esos días de verano eran interminables, tan largas, lentas que pausadamente iba declinando el sol, que desde lo alto iba descendiendo para esconderse en el lejano occidente; el cielo con un azul muy claro, limpio, sin nubes, era algo idílico, inenarrable y bajábamos caminando, atravesábamos la majada en donde se notaba, se palpaba la cadencia de la puesta del sol; salimos a las eras y decidimos bajar de nuestros hombros la cordera, nos sentamos de nuevo a descansar, mi padre a fumar y como culmen presenciábamos la puesta del sol; que belleza ver  nuestro astro rey, brillante, luminoso, circular que  descendía y se iba como escondiendo tras la loma, lo hacía con pausa, con lentitud y tras él nos dejaba un ascua en forma de abanico que como brasas incandescentes, mezcladas entre nubes algodonadas, transparentes, infundían en nuestro ánimo algo que se siente, algo que es placentero, gozoso e inexplicable.

Iniciamos nuestro caminar hasta llegar a nuestro hogar. Este momento fue emotivo, mi querida madre y mis hermanos, nos escuchaban y miraban con avidez, con la respiración entrecortada por la emoción, y parecía que no creían lo que contábamos; alguno corrió a anunciarlo a los vecinos.

Hizo acto de presencia un señor que era pastor, miró a la cordera, sus orejas; comprobando su marca, ya que cada dueño de su rebaño, disponía de  su escudo, su emblema y cortaban con unas tijeras, unas en la oreja derecha, otras en la izquierda, unas un corte en forma de uve, de cruz, etc.  de forma tal que cuando algún animal pasaba de un rebaño a otro, pues solía ocurrir con frecuencia, al pastor  próximo,  unos a otros, no surgían discrepancias pues las identificaban perfectamente.

La que nos ocupa la identificó enseguida diciendo que correspondía al rebaño de un pastor de un pueblo cercano llamado Calaveras de Abajo y él se encargó de anunciárselo. Llegándose a mi casa comprobó la muezca que era de su rebaño y que el lobo se la había hurtado en un pago denominado Los Requejos que distaba del que nos la dejó el lobo aproximadamente tres kilómetros.

Ahora podemos afirmar la rigidez de conciencia de mi padre, unida a la lógica tan eficiente que propuso al que había sido dueño de la cordera, que la iban a cortar por la mitad, y una parte para cada uno; ambos sonrientes se abrazaron quedando satisfechos y felices ¡qué tiempos aquellos tan añorados ¡.

La noticia que el señor maestro de Espinosa había realizado aquella proeza, y como el lobo la llevaba entre sus fauces viva, enseguida pensaron que tenía las crías cerca a donde la dejó, casi se la quitamos y los vecinos todos ganaderos, de Calaveras de Abajo y de Arriba llevaron a cabo una redada que culminó encontrando tres hermosos lobeznos, que su padre, el lobo llevaba viva la presa para que ellos se entrenaran en matarla, descuartizarla y comerla.

Tomaron los tres lobeznos, y como era habitual en aquellos tiempos, los metieron en una cesta que era redonda, de mimbres trenzadas, un asa y una tapa la cual permitía al girarla abrirla y cerrarla.

En los días posteriores, con los lobeznos dentro de la cesta, en algún burro los llevaban por los pueblos circundantes y todos los vecinos a modo de limosna o recompensa les daban legumbres, garbanzos, alubias, fréjoles, chorizos, tocinos, huevos… es decir, hacían el agosto.

Ahora cuando escribo esto a mis 83 años y de ellos haber permanecido 44 en varios Juzgados como funcionario de la Administración de Justicia, por mi mente ha pasado un hecho de índole jurídico para poder determinar a quien correspondía la pieza por mi padre adquirida, si a éste o contrariamente al propietario que había sido de ella.
El pastor, el dueño le fue arrebatada la cordera de su rebaño, pastando dentro del término municipal de Canalejas, y el lugar en donde el lobo se vio obligado a dejarla;  pertenecía al municipio de La Vega de Almansa.

Ello en sí, suscitaría un conflicto competencial.

Pero sobre el fondo algo he pensado y ciertamente el pastor había perdido la cordera, pues se la había robado al lobo; a él no le sería posible demostrar que el lobo lo habría hecho, pues lobos hay muchos y es harto, difícil hacerse con su filiación, su identificación.

Lo incuestionable es que se quedó sin el animal e igualmente es cierto que si no hubiera sido mi padre que ejercitaba un legítimo deporte como es la caza,  la pieza sin lugar a duda había caído en medio de los tres lobeznos, que la habían matado, descuartizado y engullido.

Moraleja: dejando en el olvido estas hipótesis que yo he planteado quiero circunscribirme a la ética, a la moral y por eso cuanto antes afirmaba “la rigidez de conciencia de mi  padre”, con su buen hacer hizo como Salomón partiendo a la mitad a la cordera, en este caso, mitad para el pastor y mitad para el cazador.
Así lo hizo mi padre, así lo haría yo y así debería hacerlo nuestra prole.
 

¡AL AMPARO DE UNA CRUZ.....!

¡AL AMPARO DE UNA CRUZ…!
I

La tarde caía tras las montañas con un tinte de indefinible tristeza. ¡Qué sombrío era el color plomizo del cielo!. Semejaba un inmenso crespón plomizo. El viento gemía tristemente al doblar las cumbres y se oía el crujir de las ramas desnudas de los árboles…
Una pobre mujer, vestida de harapos, seguía la vereda que comenzaba a internarse en la espesura de un bosque: con angustias en el alma, porque habíase extraviado en aquellas soledades; con el cuerpo aterido de frío, porque la tarde lloviznaba hielo. A sus espaldas llevaba un saco con mendrugos que recogiera el día anterior de puerta en puerta. En su gracioso rostro había dejado profundas huellas la desgracia; el dolor había surcado su frente con hondas arrugas. ¡Era una flor sorprendida por el cierzo al caer de la tarde!.
Seguíala de cerca un pobre niño. Vestía también remiendos, desechados quizás ya por otros pobres. También a sus espaldas llevaba un viejo saco con mendrugos. El hambre habíale  bañado el rostro de ligera palidez. ¡Era un capullo de rosa con savia empobrecida!
-Corre, Luisín, corre, no me hagas esperar.
-¡Ay, madre!. Si ya no puedo…
El viento , en ráfagas heladas, cruzaba el rostro y azotaba cruelmente las piernas del pobre niño.
-Madre, ¿qué es aquello que se ve a lo lejos?
-Debe de ser, por las trazas un castillo; una morada acaso de grandes señores.
-Pues vamos allá, que alguna alma buena ha de haber que nos recoja esta noche.
Caminaron en silencio largo rato. El color del cielo seguía simulando un inmenso crespón plomizo.

II

Había comenzado a nevar. Los mendigos aún caminaban silenciosos. Silenciosa caía también la nieve. La airosa silueta del gótico castillo borrábase en los aires a través de la blancura de los campos. La esperanza, sin embargo, alentaba el corazón de los mendigos. Pero ya la noche cernía sobre la soledad del bosque la negrura de sus alas; ya la nieve había borrado las veredas y senderos…
Llegaron al castillo. Erguíase como un coloso sobre una mole de rocas, resistiendo la saña de muchas centurias, y refrenando la soberbia del torrente que se estrellaba a sus pies pavorosamente rugiendo.
Llamaron a las puertas.
-Albergue, señor , en esta noche de vestico!- exclamó la madre con voz dolorida; pero los ecos del aldabón fueron a perderse, sin respuesta, por las cercanas montañas.
_!Ay, madre, no nos oyen!- dijo el niño con triste acento.
-No nos quieren oír, hijo mío…
Los dos mendigos, cansados de llamar, se alejaron del castillo, en donde moraba la luz, el calor, la dicha, el placer, la felicidad… para solo ver caer la nieve y oír los gemidos del viento al agitar las ramas de los árboles…

III

Pasaron las horas. Ya no nevaba. La noche había desplegado su manto de titilantes estrellas. La luna elevábase por el cerúleo espacio del firmamento. Los árboles extendían sus negras sombras. El gótico castillo se destacaba sobre el azul obscuro del cielo, como un escorzo fantástico. El medroso ruido del torrente se oía cada vez más lejos…
La mendiga seguía el curso del arroyo formado por las aguas del torrente. Luisín seguía las huellas que su madre marcaba al pisar la nieve; pero fatigado de andar sin reposo, flaqueándole las piernas y sintiéndose desfallecer por momentos, preguntó angustiado:
-¡Madre! ¿esta noche dónde dormimos?
-Hijo de mi alma, en aquella cruz de piedra que allá se ve en el llano, dormiremos- contestó la pobre ahogando en la garganta los sollozos.
Llegaron a la cruz. Alzábase esbelta y majestuosa en la orilla del arroyo, el agua besaba con manso murmullo la última grada. Barrida la nieve, la madre se reclinó sobre la cruz , resguardando del vendaval a su hijo en el amoroso regazo.
Y dispusiéronse a rezar con fervor las acostumbradas oraciones de la noche.
-¡Yo tiemblo de frío, madre, tiemblo de frío!. Si nos hubiese dado albergue el señor de la fortaleza… ¡Qué despiadado era aquel hombre!
-Consuélate, hijo de mi alma, consuélate- contestó la madre a duras penas.-Siempre ha habido hombres sin piedad, hombres muy malos. Hombres hubo, para que naciera nuestro divino Jesús en una noche como ésta de frío, solo le dejaron un miserable pesebre. Hombres hubo, que para que nuestro Salvador muriera, le colgaron con ignominia de una vil cruz. Desde entonces, hijo mío, abrió la cruz sus brazos para cobijar a los infelices. Mira, Luisín, cómo nos los tiende cariñosa ésta cuando todos nos abandonan y desamparan. ¡Otra cruz, hijo de mi vida, guarda bajo sus brazos lo que más amo después de ti en este mundo: la tumba de tu padre!...
La mujer rompió a llorar estrechando fuertemente a su hijo. También lloraba el pobre Luisín.
-¡Ay, madre, yo me muero de frío, me muero de frío!
Y los labios de Luisín, rojizos antes como los pétalos de una amapola, comenzaron a volverse cárdenos como las hojas de un lirio. El frío intenso de la helada iba plegando sus párpados, como la flor, al morir, las mustias hojas,
-¡Hijo de mis entrañas!- ¡En mi regazo, con gozo inefable te arrullaba cuando naciste! ¡En mi regazo, con indecible pena te veo morir! ¡Hijo de mis entrañas! ¡Duérmete en mis brazos, que ya despertarás en los suavísimos de otra Madre allá arriba en el cielo!...
Y los labios casi helados de Luisín balbucearon trémulos por última vez.
-¡Sí madre…de mi alma! ¡quiero ir…al cielo, al cie…lo!...
Aquella dolorida madre depositó llorando en la frente helada de su hijo el postrer prolongado beso que le inspiró su acendrado amor de madre. Volvió sus ojos arrasados en lágrimas dolorosas a lo alto de la cruz. Buscaba la imagen consoladora del redentor crucificado, y vislumbrándola entre los resplandores de su viva fe, exclamó en un esfuerzo supremo:
-¡Jesús, amor mío, llévame a mí también al cielo!
Y poco después se apagó su voz como se desvanece en el viento un lejano sonido.



FIN