martes, 1 de marzo de 2011

¡AL AMPARO DE UNA CRUZ.....!

¡AL AMPARO DE UNA CRUZ…!
I

La tarde caía tras las montañas con un tinte de indefinible tristeza. ¡Qué sombrío era el color plomizo del cielo!. Semejaba un inmenso crespón plomizo. El viento gemía tristemente al doblar las cumbres y se oía el crujir de las ramas desnudas de los árboles…
Una pobre mujer, vestida de harapos, seguía la vereda que comenzaba a internarse en la espesura de un bosque: con angustias en el alma, porque habíase extraviado en aquellas soledades; con el cuerpo aterido de frío, porque la tarde lloviznaba hielo. A sus espaldas llevaba un saco con mendrugos que recogiera el día anterior de puerta en puerta. En su gracioso rostro había dejado profundas huellas la desgracia; el dolor había surcado su frente con hondas arrugas. ¡Era una flor sorprendida por el cierzo al caer de la tarde!.
Seguíala de cerca un pobre niño. Vestía también remiendos, desechados quizás ya por otros pobres. También a sus espaldas llevaba un viejo saco con mendrugos. El hambre habíale  bañado el rostro de ligera palidez. ¡Era un capullo de rosa con savia empobrecida!
-Corre, Luisín, corre, no me hagas esperar.
-¡Ay, madre!. Si ya no puedo…
El viento , en ráfagas heladas, cruzaba el rostro y azotaba cruelmente las piernas del pobre niño.
-Madre, ¿qué es aquello que se ve a lo lejos?
-Debe de ser, por las trazas un castillo; una morada acaso de grandes señores.
-Pues vamos allá, que alguna alma buena ha de haber que nos recoja esta noche.
Caminaron en silencio largo rato. El color del cielo seguía simulando un inmenso crespón plomizo.

II

Había comenzado a nevar. Los mendigos aún caminaban silenciosos. Silenciosa caía también la nieve. La airosa silueta del gótico castillo borrábase en los aires a través de la blancura de los campos. La esperanza, sin embargo, alentaba el corazón de los mendigos. Pero ya la noche cernía sobre la soledad del bosque la negrura de sus alas; ya la nieve había borrado las veredas y senderos…
Llegaron al castillo. Erguíase como un coloso sobre una mole de rocas, resistiendo la saña de muchas centurias, y refrenando la soberbia del torrente que se estrellaba a sus pies pavorosamente rugiendo.
Llamaron a las puertas.
-Albergue, señor , en esta noche de vestico!- exclamó la madre con voz dolorida; pero los ecos del aldabón fueron a perderse, sin respuesta, por las cercanas montañas.
_!Ay, madre, no nos oyen!- dijo el niño con triste acento.
-No nos quieren oír, hijo mío…
Los dos mendigos, cansados de llamar, se alejaron del castillo, en donde moraba la luz, el calor, la dicha, el placer, la felicidad… para solo ver caer la nieve y oír los gemidos del viento al agitar las ramas de los árboles…

III

Pasaron las horas. Ya no nevaba. La noche había desplegado su manto de titilantes estrellas. La luna elevábase por el cerúleo espacio del firmamento. Los árboles extendían sus negras sombras. El gótico castillo se destacaba sobre el azul obscuro del cielo, como un escorzo fantástico. El medroso ruido del torrente se oía cada vez más lejos…
La mendiga seguía el curso del arroyo formado por las aguas del torrente. Luisín seguía las huellas que su madre marcaba al pisar la nieve; pero fatigado de andar sin reposo, flaqueándole las piernas y sintiéndose desfallecer por momentos, preguntó angustiado:
-¡Madre! ¿esta noche dónde dormimos?
-Hijo de mi alma, en aquella cruz de piedra que allá se ve en el llano, dormiremos- contestó la pobre ahogando en la garganta los sollozos.
Llegaron a la cruz. Alzábase esbelta y majestuosa en la orilla del arroyo, el agua besaba con manso murmullo la última grada. Barrida la nieve, la madre se reclinó sobre la cruz , resguardando del vendaval a su hijo en el amoroso regazo.
Y dispusiéronse a rezar con fervor las acostumbradas oraciones de la noche.
-¡Yo tiemblo de frío, madre, tiemblo de frío!. Si nos hubiese dado albergue el señor de la fortaleza… ¡Qué despiadado era aquel hombre!
-Consuélate, hijo de mi alma, consuélate- contestó la madre a duras penas.-Siempre ha habido hombres sin piedad, hombres muy malos. Hombres hubo, para que naciera nuestro divino Jesús en una noche como ésta de frío, solo le dejaron un miserable pesebre. Hombres hubo, que para que nuestro Salvador muriera, le colgaron con ignominia de una vil cruz. Desde entonces, hijo mío, abrió la cruz sus brazos para cobijar a los infelices. Mira, Luisín, cómo nos los tiende cariñosa ésta cuando todos nos abandonan y desamparan. ¡Otra cruz, hijo de mi vida, guarda bajo sus brazos lo que más amo después de ti en este mundo: la tumba de tu padre!...
La mujer rompió a llorar estrechando fuertemente a su hijo. También lloraba el pobre Luisín.
-¡Ay, madre, yo me muero de frío, me muero de frío!
Y los labios de Luisín, rojizos antes como los pétalos de una amapola, comenzaron a volverse cárdenos como las hojas de un lirio. El frío intenso de la helada iba plegando sus párpados, como la flor, al morir, las mustias hojas,
-¡Hijo de mis entrañas!- ¡En mi regazo, con gozo inefable te arrullaba cuando naciste! ¡En mi regazo, con indecible pena te veo morir! ¡Hijo de mis entrañas! ¡Duérmete en mis brazos, que ya despertarás en los suavísimos de otra Madre allá arriba en el cielo!...
Y los labios casi helados de Luisín balbucearon trémulos por última vez.
-¡Sí madre…de mi alma! ¡quiero ir…al cielo, al cie…lo!...
Aquella dolorida madre depositó llorando en la frente helada de su hijo el postrer prolongado beso que le inspiró su acendrado amor de madre. Volvió sus ojos arrasados en lágrimas dolorosas a lo alto de la cruz. Buscaba la imagen consoladora del redentor crucificado, y vislumbrándola entre los resplandores de su viva fe, exclamó en un esfuerzo supremo:
-¡Jesús, amor mío, llévame a mí también al cielo!
Y poco después se apagó su voz como se desvanece en el viento un lejano sonido.



FIN

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