viernes, 1 de julio de 2011

HAZ DE LEÑA


HAZ DE LEÑA
            Recostada poéticamente, cara al sol, en una risueña ladera, mostraba sus modestos encantos la solidaria aldea de Nazaret. A sus pies se extendía, cual mullida alfombra, una lozana pradera tapizada de margaritas, anémonas y tulipanes, y en las faldas de la colina formaban encajes caprichosos los granados de rojas flores y los olivos, las airosas palmeras y los cedros aromáticos.
            Nazaret significa flor; no por las muchas y variadas que hermosean sus huertos y cercanías, sino por brotar en su suelo la bellísima Rosa de la raíz de Jessé, la Virgen purísima.
            Allí en una pobre casita blanca, limpia como el armiño, adornada por los pámpanos de frondosas vides, vivía la virgen-madre con su hijo Dios y su castísimo esposo San José.           

Allí moraba la Sagrada Familia, retirada del mundo, y confundida entre los campesinos Nazarenos, como las humildes violetas que abrían en las márgenes del Cisón su morada corola, embalsamando el ambiente con su delicada fragancia.
           

¡Qué hermosas escenas pasarían en aquel suavísimo hogar de Nazaret! El Evangelio nada nos dice, pero ¡qué cuadros más encantadores nos ha pintado la piadosa leyenda!





I

            Veníase a buen andar el invierno.
            El viento del Norte comenzaba a gemir en los terebintos que coronaban los altozanos; el torrente Cisón engrosaba su caudal con las últimas lluvias otoñales; sombrías nubes iban apareciendo ya en el cielo, como precursoras de días muy fríos.
            -Jesús, hijo mío- dijo una tarde la Virgen Santísima al Niño Dios.-
            Ha sido desapacible el otoño y hace presagiar un invierno muy crudo.
            Las astillas del taller no bastarán para calentarnos cuando zumbe aireado el viento por las noches y cubra la nieve los caminos.
            ¿Quieres ir, Hijo mío al bosque para traer un haz de leña?
            Estampó, al decir esto, la Virgen María un beso en la frente de su divino Hijo orlada por los ensortijados bucles de oro, y como los anhelos de Jesús no eran otros que los de complacer a su cariñosísima madre, echó al hombro una soga y fuese contentísimo camino del bosque.
            Rebuscó palos y ramas secas desgajadas de los árboles y ató el haz.
            Le cargó a la espalda y, al salir de la espesura, parose a descansar en un peñasco cubierto de un manto de musgo, sirviéndole de rústico dosel unas cuantas matas de marchitas madreselvas.
            Pasaba entonces por allí un viajero desconocido que, prendado de la belleza extraordinaria de aquel niño, vestido de azul como el cielo, blanco como la luna que alzábase ya sobre el horizonte, y rubio como el sol poniente que le doraba sus últimos reflejos, no pudo menos que exclamar:
-¿Cómo te llamas hermoso niño?
-Jesús.
-¿Cuál es tu patria?
-El cielo.
-¿Quién te dio el ser?
-El amor.
           
Maravillado el viajero de tales respuestas después de limpiarle el sudor que semejaba ricas perlas, continuó preguntándole aguijoneado por la curiosidad.
-¿Cómo vienes descalzo? ¡Pobrecillo! Los abrojos y las espinas te van a lastimar los pies.
- Es lo que busco, el dolor.
-¿El dolor? Pues dime, querido niño, ¿Por qué quieres padecer?
-Por salvar a los hombres.
-¿A los hombre? ¡Si son tan ingratos!
-No importa. Quiero atraerlos a Mí.
-¡Ha! Entonces quieres…
-Que me des el corazón.
-Mi corazón entero es tuyo, Jesús.
            Cargo el viajero con el haz de leña y echaron a andar.
            Anochecía. La última paloma de las riberas del Cisón se refugiaban en la espesura; el viento, saturado de aromas campestres traían en su seno los balidos de los rebaños que abandonaban el hospitalario abrigo de los sauces para guarecerse en los establos de Nazaret. Cuando llegaron a las orillas del cristalino arroyo que corría cerca de la aldea, tomo Jesús el haz sobre sus espaldas y habló así al ignorado viajero:
-Soy el galardonador de los buenos y quiero pagarte la caridad que has hecho conmigo.
Vendrá un día en que estará triste mi corazón.
Tendré que llevar una carga muy pesada, y desfallecerán mis fuerzas. Pues bien: quiero que tengas entonces el consuelo de ayudarme a llevar otro haz de leña.
Ahora prosigue tu camino. Dios te bendice viajero.
Dijo: y vuelto para Nazaret, se dispuso a cruzar el arroyo cristalino.
            Contemplábale extasiado el hombre, gozándose en verle saltar de piedra en piedra.

            Alguna vez se resbalaba, y el agua presurosa besábale los blanquísimos y torneados pies.
            El viajero permaneció del otro lado del arroyo, enteramente inmóvil, hasta que vio esfumarse a lo lejos del valle, el encantador niño, que le llevaba el corazón.
            Era ya de noche.
            Cuando Jesús entraba en Nazaret extinguiase el último albor crepuscular, y aparecían en el firmamento, en bellísimo desorden, las estrellas.

II

Había llegado la plenitud de los tiempos. La ciudad de los Profetas iba a consumar el mayor de los crímenes.
Un viento húmedo y frío llevaba en sus alas por las calles de Jerusalén las voces de los malvados fariseos, enronquecidos de gritar ¡Al Gólgota con Jesús!
La estúpida muchedumbre, azuzada por la perfidia de los sacerdotes judaicos, repetía ebria de locura: Sí, si ¡Al Gólgota con Jesús!
La multitud se revolvía trabajosamente en las calles de la ciudad ingrata, conduciendo a empellones al Salvador por las más tortuosas y de más empinada pendiente.
Cuando salían de la ciudad por la puerta de los Huertos estaba ya el Redentor abrumado por el peso del madero, rendido por la violencia de los golpes, y sus pies, cubiertos de herida, vacilaron cayendo en tierra el pacientísimo Jesús.
Venía en aquel momento de labrar su hacienda un hombre que no había querido mezclarse en el horrendo crimen de la ciudad; y al verle el pueblo que tenia sed de la sangre del justo, le obligó a llevar la pesada carga de Jesús, temiendo no se les muriese antes de la bárbara escena de la crucifixión.
Rehusaba el labriego el tomar la cruz; más al ver al Salvador con la frente lacerada por agudas espinas, con los ojos nublados y hundidos, con el rostro cubierto de renegridos surcos de sangre, con los labios cárdenos y lívidos…, sin saber porqué se acordó de un niño muy hermoso que, vestido de azul como el cielo blanco como la luna y rubio como el sol, había visto en Nazaret; y se acordó de que habíale prometido el consuelo de volverle a ayudar, cuando su corazón estuviese triste y falto de fuerzas su cuerpo.
Miró atentamente a Jesús y ¡quién sabe lo que en su alma pasaría! Se abrazo llorando al tosco madero, besándole y empapándole con sus abundantes y ardorosas lágrimas.
La promesa se había cumplido. El desconocido viajero caminaba en pos del atribulado Jesús con un haz de leña muy pesado.

III

            Absorto Simón de Cirene en tristes pensamientos, alejábase de la cima del Gólgota.
            No quería presenciar la muerte del Hijo de Dios, ni ver apurar a su dolorida madre la postrera gota del cáliz de la amargura.
            La gritería de la tumultuosa plebe iba desapareciendo poco a poco; más cuando llegaba al silencioso valle de Josafat, de repente, empezó a ver fenómenos espantables.
            El sol trocabase pálido, recogiendo los rayos de su luz; negras nubes avanzaban por el oriente con rapidez vertiginosa; las tinieblas caían de las montañas en troqueles invadiendo los campos; teñiase en sangre la luna; la tierra se desmayaba; quebrantabanse las breñas y cuarteábanse los montes; el viento bramaba furioso; el rayo hendía súbito la oscuridad, iluminado tristemente aquel cuadro por extremo imponente, y el ronco trueno, con fragor insólito, rodaba amenazador sobre la ciudad de Jerusalén, a la que remordía la malicia de su inaudito crimen.
            Simón de Cirene no osaba levantar el rostro que tenía pegado a la tierra, y pedía incesantemente perdón para la ciudad deicida, aterrorizado por el sin igual desconcierto del pavoroso cataclismo y por el horrísono fragor de la jamás vista escena en que terminó el hecho más memorable que presenciaron los siglos: ¡el espirar de un Dios!
IV

Alzó Simón el rostro, pasadas las señales de dolor de la naturaleza, y presentósele a la vista el monte Calvario en su severa majestad.
            Era la hora en que moría la tarde. Un rojizo crepúsculo de puesta de sol tempestuosa iluminaba las tres cruces.
            De pie cerca de la del Salvador, estaba María abnegada en un mar de acerbos dolores. Acompañábanla algunas piadosas mujeres.
            Poco más allá, en un oscuro grupo, brillaban las lanzas y los cascos del Centurión y de los soldados Romanos.
            En lo restante… ¡silencio y soledad!
            Simón hondamente conmovido, se levantó de la tierra y dirigió sus pasos a Jerusalén.

-¡Desdichada ciudad- decía –que has dado muerte a tu Dios y señor!
-¡Dichoso de mí que le he ayudado a llevar la Cruz afrentosa!...
            Anduvo en silencio un rato y añadió:
-¡Ah! Mi corazón no se engañaba. Aquel hermoso niño de Nazaret verdaderamente era el Hijo de Dios…







                                                                                  Manuel Serrano Valbuena

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