viernes, 1 de julio de 2011

NOCHE DE NAVIDAD

Introito

Creo oportuno, antes de narrar este emotivo cuento, decir que mi padre, en las veladas invernales; de modo especial en las fiestas navideñas, a sus numerosos hijos, acurrucados en la cocina, junto a la chimenea, al calor de las leñas que allí ardían, como ascuas encendidas, ávidas y con la respiración entrecortada por la emoción nos contaba cuentos, historias, fábulas de Samaniego e Iriarte, nos leía poesías, de Gabriel y Galán, y recuerdo ahora, a mucha distancia de años, de una manera, tal vez imprecisa, más concisa y en un lenguaje asequible a nuestra niñez, este cuento que ahora paso a contar, haciéndolo más extenso, utilizando un lenguaje para adultos, pero sin pretender, que su enjundia y emotividad haya combinado un ápice.









¡Qué noche aquella tan cerrada!
La nieve descendía a la tierra en grandes y espesos copos, y el viento enfurecido la arremolinaba silbando fuertemente.
En las afueras del pueblo había una casucha pobre y destartalada, remedo de un mísero establo. Una rustica lámpara humeante vacilaba tristemente dentro. A sus mortecinos reflejos veianse junto al hogar una cuna en donde yacía un niño enfermo. Sentada junto a la cuna estaba la madre con las manos entrelazadas y caídas sobre el regazo, absorta en sombríos pensamientos.
Palos y troncos, atropados acá y allá por el campo aquella tarde, consumianse poco apoco bajo la chimenea, corriendo por ellos de vez en cuando llamas azuladas. La lámpara humeante parpadeaba triste, y afuera gemía el viento agitando las ramas de los desnudos arboles y penetrando de vez en vez, envuelto en nieve, por los resquicios de la desvencijada puerta.
Las horas pasaban para aquella pobre mujer, lentas y silenciosas…






De pronto, el viento, zumbando quejumbroso, llevo a la casucha el alborozado repique medio apagado de las campanas que tocaban a fiesta. Invitaban a todos a la alegre Misa de media noche.
¡Qué tristes ecos produjo en el corazón de la madre el juguetón tintineo de las campanas!
La nieve seguía cayendo, mas las puertas se abrían todas, y echaban a la gente de casa: ¡todas se abrían, menos la puerta de la humilde casucha, que permanecía cerrada!...
Enmudecieron las campanas, y quedó sólo, llamando pausadamente a los fieles, un esquilón desde lo alto de la torre. La voz del esquilón pudo llegar, dulce y cariñosa a pesar de los copos de nieve, a los oídos de la mujer.

-¡Ven! ¡ven! ¡ven!...  parecía hablar su lengua metálica.
Y la pobre mujer, interpretando aquel misterioso lenguaje, comenzó a decirse a sí misma:
“-todos son llamados para ver a la Virgen y al Niño Jesús, y todos van a la iglesia esta noche.”
Y añadió con resolución
-¿por qué no he de ir yo también? Sí, sí, Jesús curará a mi hijo; Jesús le ha de salvar.




Y se levantó decidida a marcharse. Más al ir a besar a su hijo observó que tenía la frente fría y le vio los labios descoloridos, y la detuvo el espanto y el terror.
En aquellos momentos de indecisión y angustia sonaba en sus oídos por última vez:
-¡vennn! ¡vennnn! ¡vennnnnn!...




Poco después se oyó crujir la puerta de la casucha, salió la mujer, y caminó a grandes pasos por las calles, llenas de nieve. Ya nadie las transitaba. El viento seguía silbando enfurecido. La pobre mujer iba diciendo por el camino con la convicción de la fe y el afianzamiento de la esperanza:
-Sí, sí: ¡Jesús curará a mi hijo! El niño Jesús le ha de salvar!
La cuna quedó sola en la pobre casucha, alumbrada por la llama de la rústica lámpara humeante que vacilaba tristemente. Por fuera ¡siempre el viento y siempre la nieve!
¡Qué noche aquella tan cerrada!




La luz del templo, no cabiendo en el recinto sagrado, derramábase afuera por los góticos ventanales y rosetones. La Iglesia por dentro semejaba una inmensa brillantísima ascua.
Cuando llego la pobre madre a los umbrales de la iglesia, el sacerdote entonaba conmovido el Gloria a Dios en las alturas, el canto de los Ángeles que nunca suena en los oídos cristianos tan suave, ni llega nunca tanto a lo hondo del alma, como en la noche en que se conmemora el Nacimiento del Salvador del mundo.
A la voz del sacerdote se desbordó de improviso en la iglesia un torrente de júbilo y alegría. Cantaban los niños, los jóvenes y los ancianos; sonaban ruidosas las panderetas; zumbaban las zambombas; repiqueteaban las castañuelas; ¡era gloria todo lo que daban en la tierra al Dios de las alturas los hombres de buena voluntad!...
El niño Jesús, reclinado en las pajas del pesebre, extendía desde el altar sus torneados bracecitos, como queriendo abrazar. La virgen Santísima y San José le contemplaban extasiados de rodillas.
-¡Niño querido!- exclamó la pobre madre con los ojos llenos de lágrimas.


¡Virgen adorada! ¡Madre querida…! ¡Mi hijo, mi hijo…!
Y no puedo decir más. Se ahogó su voz en un hondo suspiro.
Pero la Virgen y el Niño comprendieron el resto de la oración. La Virgen parecía sonreírla tiernamente. Y le parecía también oír de los labios de coral del Niño:
¡Tu hijo está curado!
No aguardo más. Se levantó, y voló a su casa…


Ya no vacilaba triste la lámpara humeante. El cuarto estaba iluminado con esplendor. En la cuna vio recostado, alegre y sonriente, como un Niño Jesús, a su hijo del alma. Un coro de ángeles hermosos rodeaba la cuna. Cantaban unos: ¡Gloria a Dios en las alturas y en la tierra paz a los hombres de buena voluntad! Acompañaban otros el dulcísimo cántico con arpas, violines y cítaras de oro. Vestían todos túnicas largas, más blancas que los ampos de la nieve que caía del cielo aquella Noche Buena.
Y la madre, arrobada a la vista inesperada del milagro, cayó de hinojos al pie de la cuna exclamando en medio de los deliquios del éxtasis:
-¡El Niño Jesús te ha salvado, hijo mío! ¡Gloria a Dios en las alturas y paz en la tierra a los hombres de buena voluntad…!

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