viernes, 1 de julio de 2011

UN MAL ENDÉMICO QUE NOS HA TOCADO VIVIR EN LA ERA DE PROGESO

RELATOS
UN MAL ENDÉMICO QUE NOS HA TOCADO VIVIR EN LA ERA DE PROGESO
MANOLO SERRANO VALBUENA

   En una pequeña y coqueta aldea asturiana, que la divide un riachuelo en dos; a una de ellas se accede a través de un bonito puente.

   Me reservo filiarla, y lo hago  para no cargar sobre ella un baldón, pues ello resultaría inmerecido e injusto, pues el hecho que voy a narrar, no es exclusivo de esta bonita aldea, sino contrariamente, se vienen sucediendo casos análogos, con harta frecuencia, en otras muchas aldeas, pueblos, villas y ciudades de nuestro suelo patrio, de nuestra querida España.

   Cruzando el puente al otro lado, había una humilde casita, típicamente asturiana; su tejado a cuatro aguadas, en su fachada un corredor, los quicios o jambas de ventanas y puertas, remarcados en piedra y en su antojana unos poyos y sobre ellos unas vigas que servían a modo de bancos, para allí sentarse a descansar y a la vez a contemplar el discurrir de las claras y limpias aguas del riachuelo. Desde la antojana se accedía, por su fachada principal a la vivienda, a través de una puerta, de dos hojas en sentido horizontal, una mitad hacia abajo y la otra hacia arriba, toda de madera de roble, con clavos negros de forja, que los moradores, por las mañanas, una vez levantados y vestidos, solían abrir la puerta superior y apoyando sus cruzados brazos, sobre la inferior; sacaban fuera la cabeza y contemplaban el paisaje, respirando aire puro a pulmón lleno, y barruntaban, si iba a brillar el sol, o contrariamente, la densa niebla se iba a convertir en un fino orbayo, presagiando un día lloroso y tristón.

   En un lateral de la vivienda, que era de dos plantas, se hallaba el establo, y dentro atadas al pesebre, cuatro hermosas reses vacunas, y al lado opuesta, dos jatas de cortos días, que te miraban con sus grandes ojazos, sus caritas y hocico negro, que infundia placer su contemplación; en la planta superior, la tenada en donde se guardaba la hierba seca para consumirla en la época invernal.

   En la parte zaguera existía una amplia corralada, y en ella un portalón por donde se accedía con los carros, por donde entraban las vacas etc.; este portalón estaba cubierto de tejado, y debajo se guardaba el carro, los arados, la máquina de triturar el maizón, y colgados en unos ganchos, sobre la pared, las guadañas, los rastros,  las foces y en un rincón curiosamente colocadas, las fesorias, azadones, palas y todos los utensilios utilizados en las faenas agrícolas, de uso casi diario.

   Próximo colocado el hórreo, sostenido por cuatro pegollos de piedra, con una escalera con sus peldaños también de piedra para por ellos acceder al corredor, que tenía una balaustrada torneada en sus cuatro vientos. De él, colgaban las mazorcas de maíz, las cebollas, los ajos, todo ello debidamente en fiestado, cuya contemplación, con aquellas mazorcas amarillas, entremezcladas con otras moradas; las cebollas asturianas, redondinas y con sus cascos exteriores de un pálido violáceo, todo ello resultaba armónico y atrayente. Luego una gran puerta, de madera tallada y con el año de construcción, que se abría y cerraba con una enorme cerradura y una llave de forja, que solían guardar debajo de una teja. Este hórreo, a cuatro aguadas y cubierto con teja curva árabe.

   Como veis, la ubicación de esta casa, su antojana y aledaños era privilegiada, no solo por su cercanía al riachuelo, sino además porque la circundaba una extensa huerta, llana y muy productiva, en donde existía una zona con frutales, preferentemente manzanos, dos higueras, algún piescal, avellanas, ciruelos y un nogal con amplia y bonita copa, y el resto, parte a hierba y parte a cultivo, donde se sembraban y recogían, maíz, maizón, fabas de la granja, fabas de mayo, arbeyos, cebollas asturianas, ajos, patatas rojas de riñón, berzas, repollos, acelgas, perejil y hierbabuena.

   Toda ella cercada de seto vivo , bien podado y arreglado, en un ángulo de la huerta, llamada “HUERTA DE CASA”, que tenía una cabida de 10.428 metros cuadrados, Juan y Ángeles, su mujer, colocaban un balagar de hierba seca, que no cabía en la tenada que la tenían repleta, el balagar tenía forma de cono, parecía un pirulí, que para que el viento cuando arreciaba no lo derribara, en el centro , clavado sobre el suelo y en sentido vertical, una viga, no gruesa, pero si muy larga, e iban dando comienzo a formarla, por su base. Juán con una horca o tridente, cargaba la hierba y la acercaba en la base del cono, y su mujer, habilidosamente la iba colocando y extendiendo y poco a poco ella con la hierba a sus pies, se iba elevando; gustaba observar como Ángeles, con aquella belleza y lozanía, con un amplio sombrero de paja, para protegerse del sol, toda sudorosa, cogía en brazados la hierba, la extendía una sobre otra, la pisaba para consolidarla, poco a poco, con gran esfuerzo, la elevaban cinco o más metros, y en la cúspide, dejando asomar unos centímetros la viga, colocaba, las fuertes hojas del maíz, en forma de escamas, de forma tal, que cuando vinieran las lluvias, discurrieran por los laterales del cono, pero no se filtraran por el centro, porque si esto acontecía, la hierba se pudría y no podía ser utilizada para el pienso del ganado. Terminada esta faena, Ángeles, asida a la hierba, descendía hasta el suelo, tomaba un rastro, con los ganchos de madera, y de arriba hacia abajo, peinaba la hierba del cono, y éste quedaba perfecto, presumiendo luego de que el más bonito balagar era el de Júan y Ángeles.

   Todos estos valiosos bienes, habíales heredado, el Sr. Juan de sus fallecidos padres, pero además, este buen hombre, había a la vez heredado, valores, era serio, honrado, veraz en sus palabras y cumplidor en sus hechos, y contrajo matrimonio, con una joven llamada Ángeles, que fue un  don de elección, pues además de ser bonita, esbelta y caritativa, se querían y amaban ambos con ternura.

   Convirtieron el hogar en algo idílico, discurriendo sus vidas plácidamente.

   Gozaban en esta aldea, de prestigio y reputación, siendo queridos, amados y respetados por todos los vecinos, y esta casa la conocían en todo el Concejo.

   Tras el transcurrir de los años, la fecundidad, logró que tuvieran seis hijos, mitad hembras y mitad varones, todos agraciados, y todos queridos y apreciados, y tanto fue así, que pasada la infancia y pubertad, al convertirse en mozas y mozos, salían las hermanas, protegidas por los hermanos, a las verbenas de las romerías, que se celebraban en el prado, segado al efecto, donde se instalaba el alumbrado, en forma de un gran paraguas, con bombillas de varios colores, el templete para los músicos y el imprescindible ambigú, que era un rústico y largo mostrador, con un toldo que los cubría, y en él se servían refrescos, otras bebidas y chucherías, cuya recaudación se destinaba a la Comisión de Festejos, para que pudiera hacer frente a los gastos inherentes a la fiesta.

   Estas tres mozas, de inmediato encontraron novios, tanto porque eran lindas, y más porque eran serias y recatadas, tenían trato y modales acordes con su lindeza, y tras el periodo de incubación de esta etapa amorosa, cargada de emociones y sobresaltos, decidieron contraer matrimonio.

   Dos de estas hermanas, se casaron juntas, en la Iglesia de esta aldea, y resulta obvio decir, que este evento resultó hermoso, el cual correspondía a una familia digna de ello. Tras la luna de miel, estas dos hermanas, con sus respectivos esposos, se fueron a vivir a sus hogares, en aldeas muy cerquita a la que dejaron.

   Y unos tras otros, en corto espacio de tiempo, fueron encontrando pareja, casándose y ausentándose de su hogar, para ellos formar otro nuevo. ¡Ignoramos si mejor o peor al que dejaron!...

   Pero quedaba otro hermano que era el benjamín de la casa, al que también habían puesto el nombre de Juan, como su padre y que seguía viviendo con sus padres.

   Este joven, era díscolo, parco en palabras, tímido y de esos que no saben mirar alto y de frente, parecía el reverso de sus padres y hermanos.

   Esta casa, este entrañable hogar, fue perdiendo  viveza y alegría, aquel guirigay constante de tanto hijos, desapareció y los progenitores, abrumados por los años, la esposa Ángeles, comienza a palidecer y aquella preciosa mujer, vital, lozana y sonriente, se trunca en sufrimiento y amargura, tal vez al que la llevó la ausencia lógica y obligada, de sus entrañables hijos; su rostro iba surcándose de arrugas, y de esta situación se percataron hijos e hijas que frecuentaban el hogar de sus padres y entre ellos lo comentaron y concordaron llevarla a Oviedo, a que la viera algún afamado médico, y dicho y hecho. Las hijas la bañaron, le cortaron el pelo y las uñas, la vistieron con ropa interior y exterior limpia y planchada, le colocaron sus pendiente y collar, su reloj y sortija, en tanto que la animaban, la sonreían, fingiendo su amargura; alguna de las hijas, tal vez la más valiente, la decía “pareces una novia, de lo guapa que te hemos puesto” y ella con esfuerzo la mira sonriente; la introducen en un taxi que habían llamado y dos de sus hijas la acompañan, en tanto que la otra queda al cuidado de Juan, su padre, que no articulaba palabra, estaba tacitabundo, triste, encorvado y caminaba con la ayuda de un cayado.

   La hija le animaba, le pretendía engañar, y le preparó una sopita caliente y a su lado comienza a tomarla, pero como era habitual en aquel hogar, rezaron un padrenuestro por la salud de su esposa y madre, rezo breve, entre sollozos, que no pudieron disimular ninguno de ellos.

   Las otras hermanas y la madre en la consulta del Doctor que habían elegido, y tras un exhaustivo reconocimiento, manda que la vistan y la lleven a la sala de espera, y que una hija se quede allí para prescribirla el tratamiento y medicación; lo hacen así, se quedó la mayor a solas con el Doctor, quien, de forma delicada y cariñosa la mandó tomar asiento y la va explicando la enfermedad que aquejaba a su madre, y tras algunos rodeos, la interlocutora le dice “dígame exactamente lo que tiene mi madre”; el médico la mira y la dice que tiene un cáncer incurable, en su último estadio, y que podía durar unos dos meses, en atención a que el resto de sus órganos vitales estaban sanos; la hija, aunque con endereza, dada aquella situación angustiosa, la brotan abundantes lágrimas, que corren por sus enrojecidas mejillas, solloza y desde lo profundo de su ser; el médico le aconseja con vehemencia y sabio lenguaje, calma a aquella joven, abona el importe de la consulta y torna sonriente a la sala donde estaban su madre y hermana, y las tres van al taxi que las esperaba.

   En el breve trecho del camino, animan a su madre, diciéndola que lo que tiene es cosa liviana, pasajera, que pronto, con reposo y el tratamiento, se pondrá buena.
  Llegan a su hogar, y la hermana tenía preparada una sabrosa comida; sientan a su madre y padre, y las tres hijas se disponen a bendecir la mesa, la escena no pudo ser más escalofriante, pues todos en un gesto unánime, se emocionan, lloran y sollozan, pero alguien con cordura, se pone de pie y anima a todos diciendo que mamá no tiene nada importante, que mejorará, se abrazan todos y mal comen las sabrosas viandas.

  Aquel hogar cargado de valores, de dicha y placer, se torna hostil, duro e irrespirable, ya que el alma del mismo se siente zaherida, por el zarpazo de su cruel enfermedad, el hastío y la cercanía de su anunciada muerte.

  Los hijos e hijas, que viven fuera del cálido y entrañable hogar en el que nacieron y vivieron, están preocupados, muy afectados por la enfermedad de su madre, y todos frecuentan el mismo con asiduidad, no solo para compartir con aquel ser que les dio la vida, los no largos días que la han de llevar, tras el sufrimiento, a la muerte, y además que piensan en su anciano padre, al que adoran y quieren mucho, reflexionan sobre si sobrevivirá a la separación de su esposa Ángeles, con la que había convivido sesenta lustros, que le ven caminar cansino, su mirada triste, que permanece en silencio, que apenas come ni duerme y estos sentimientos les atormentan, pero todos que habían sido forjados con tantas buenas cualidades; que tenían una sólida  formación religiosa, se afanan en visitar a su pequeña iglesia, colocada en lo más alto del pueblo, y allí, ante Jesús Sacramentado, y la Virgen del Rosario, su patrona, se postran de hinojos, y elevan sus oraciones, cargadas de sentimientos profundos, entremezcladas con sollozos y lagrimas, impetran, cuando menos, que su madre no sufra mucho, que tenga una muerte placida y que acojan en su seno, y que su padre se conforte y afronte la perdida del ser párale más querido, con dignidad y con el consuelo de que pronto podrá unirse a ella en el cielo.

  Era un sábado, en que súbitamente se produce el óbito de su madre; éste fue un dormirse placidamente en los brazos amorosos de la Virgen, su madre.

  El funeral se celebro el domingo al declinar de la tarde y constituyo una manifestación de duelo impresionante; la gente lleno la iglesia, su pórtico y toda la explanada; asistieron su padre, encorvado y apoyado en su cayado, en su derredos, sus hijos e hijas, y los numerosos familiares que tenía; todos lloraban amargamente la pérdida de Ángeles, a la que inhumaron en el pequeño campo santo, tras la iglesia, en donde la familia la había preparado una digna morada, en donde reposara su cuerpo.

   El benjamín de la casa, Juán, huraño, controvertido y esquivo, daba la sensación que ni sentía la perdida de su madre, ni se acercaba al padre, para hablarle, consolarle o abrazarle, contrariamente le trataba con brusquedad y desaire.

   Se hacia menester llevar a aquella casa alguna mujer que cuidara y atendiera al padre y al hijo, pues cierto es que las hijas, dejando sus quehaceres se turnaban y diariamente una de ellas se llegaba a casa a ver a su padre, le estrechaban entre sus brazos, cargándole de besos, le daban calor y amor, lo afeitaban y cada una a su modo, le animaba y consolaba, pero a más de esto, que es hermoso, le lavaban la ropa, le mudaban la cama y lo mismo a su hermano Juán, en definitiva, cuidaban la casa, regaban los tiestos y flores que su madre tenía y quería mucho.

   Aconsejan todas del mismo modo a su hermano Juán, que lo mejor que podía hacer era salir a las romerías a buscar una novia, para cuando la encontrara casarse y llevarla a vivir en su compañía y a la vez cuidar y atender al padre común Juán.

  Juán, el benjamín, hizo suyos estos sanos consejos y decidió con un amigo ir a la romería de un lugar cercano y así lo hizo.

   Antes de decidirse a sacar a bailar a alguna muchacha, contemplaba el panorama, observaba a las féminas, se fijaba en ellas, veía si eran coquetas, atrevidas, y a otras más recatadas, más discretas, y de pronto vio a una que le prendo, le engancho, como dicen los asturianos, y con el amigo las sacaron a bailar.

  Juán era parco en palabras, algo tímido, pero la joven se percató de ello y discretamente le hablaba, le infundía confianza y es lo cierto que ambos se gustaron, el flechazo pasaba de uno al otro, y del otro al uno; siguieron bailando y ambos decidieron pasear, llegándose hasta el chigre que allí en el prado había; Juán se dirige a la joven y le pregunta como se llama, ella contesta Ángeles y él le dice, yo me lamo Juan. Éste la mira, con cierta timidez y dice: “mira que es bonito tu nombre, pero tú eres aún más bonita”; Ángeles, sin duda meditó brevemente en estas palabras y también con cierta timidez y la mirada un poco hacia abajo le contestó: “pues a mi me gustas mucho Juán, tú y tu nombre”; ambos se sentían cómplices de una breve, simple y contundente, declaración amorosa y comprometida.

   Juán, invitó a Ángeles, con corrección y delicadeza a tomar algo,  entre ambos se estableció una relación amorosa.

  La acompañó a una aldea próxima, en donde vivía, decidiendo volverse a ver, en la romería que se celebraba días después en otra localidad cercana. Juán, ya enamorado, decide ir a buscarla a su casa, para juntos llegarse a la romería y así en estos azares de la vida, visualiza la casa de Ángeles, que era más lujosa y mejor que la suya. La madre de Ángeles, como cualquier otra madre, se asoma al quicio de la puerta y con miradas discretas ve a Juán, que era buen mozo, fornido, un tanto aldeano, pero agraciado y la gusta, y en el lapso del tiempo transcurrido mientras Ángeles se componía, charlan animadamente, y hace acto de presencia Ángeles, que era muy linda, joven y fresca, bien peinada y arreglada, vistiendo una falda plisada, una blusa, con algún bordado, collar y pendientes a juego, y zapatos con tacón alto, sin dudad no quería desentonar de Juán, que era algo alto, es decir, buen mozo. Ángeles ve como su madre y Juán se despiden, y en pareja, Ángeles y Juán, se ausentan a la romería y, la madre, motivada los contempla hasta perderlos a lo lejos; nerviosa irrumpe en su casa  busca  a su marido sin dejarle intervenir; éste irrumpe en la conversación y le dice “pero así, porque si ese Juán del que me hablas , va a llevar a nuestra Ángeles , que vale un potosí”; la mujer le escucha, rumia las palabras de su marido y enérgicamente le contesta “tú solo te fijas en nuestra hija, pero no has valorado a Juán, el mozo que la acompaña. Es un buen mozo, agraciado y se expresa muy bien”.

  Además me contó que vivía solo y que añoraba coger una mujer, para hacerla su esposa y llevarla a vivir con él.

   El marido replicó diciendo, tras mover y acomodar la postura de su boina; “puede ser que estés cargada de razón, no solo no me disgusta lo que me has contado, sino contrariamente lo veo bien y espero nuevos acontecimientos”.

   Estas relaciones, de inmediato se convirtieron en un noviazgo en toda regla; ambos coincidían en casi todo, y dando un paso, deciden y convienen contraer matrimonio cuanto antes, por las circunstancias concurrentes en Juán. Éste, sale de su timidez, suelta su lengua y cuenta a sus hermanos todo lo que he expresado; lo recibe con júbilo, quieren conocer a la novia y su historial, y les parece magnífico todo ello y le animan a casarse.

   Como la muerte de la madre de Juán estaba aún muy fresca, la boda se celebró en la iglesia de la aldea cercana a la que pertenecía su novia, y se hizo solemne la ceremonia religiosa, obviando el jolgorio y bailoteo, y los recién casados, tras breves días de luna de miel, retornan al hogar de Juan, y aunque éste no saluda, ni besa, ni abraza a su padre, Ángeles le besa largamente y le anima diciéndole ¡Verá que bien le voy a cuidar! Aquellas palabras aliviaron a aquel octogenario suegro, que lo agradeció sonriéndola.

    Ángeles, duplica con creces, a la Ángeles muerta, ya que era, guapa, esbelta y con cierto aire de elegancia; pero además de esto, era polifacética, sabia y hacía de todo, iniciándose un cambio radical en la casa.

   Comienza por el lavado y planchado de las ropas, limpia y airea los armarios, que daban un tufillo arranciado, luego la cocina, friega los platos, compra vasos, sartenes y tira todo lo que encontró casi inservible, y realizado esto, que era lo más perentorio, se decide a pintar todas las dependencias de la casa, ya que sus paredes estaban muy mugrientas, y en estos quehaceres, canta, pues lo hace muy bien, entona canciones asturianas, que las sabe todas, canciones de iglesia, la salve, etc., y en aquel silencio, este eco musical llega a los oídos del Sr. Juán y su soledad y ancianidad, son un poco más llevaderas.

    Lo cierto es, que tenía tiempo para todo, era vital y el trabajo no lograba angustiarla.

    Cuando Juán venía de trabajar de la huerta, a media mañana ella lo abrazaba y lo quería. Estaba enamoradísima de su marido y él también lo estaba de ella. Ángeles le preparaba un piscolabis y se sentaban juntos y luego ambos retornaban a sus faenas.

    Tenía la antoja llena de flores; e igual en las ventanas; tiestos con geranios, petunias, etc., y en la huerta, un pedazo de terreno lo dedicaba a plantas y flores.

    Cuando venían los hijos y sus respectivos cónyuges, a visitar a la familia, quedaban prendados, no solo de la limpieza y transformación de la casa y sus aledaños, sino que enseguida, les invitaba a comer, preparaba un buen menú, y llegada la hora iba en busca de Juán el viejo y lo traía y sentaba en la cabecera de la mesa, que era su lugar, todos los demás en su derredor y antes de comenzar a comer, Ángeles anunciaba que iba a rezar, y lo hacía muy bien, daba unas palmaditas con sus bonitas manos y a comer y que aproveche a todos.

    Aún cuando los visitantes, la acosaban con preguntas, ella contestaba a todos y lo hacía muy atinadamente, no quería ni pretendía zaherir a nadie.

   Al anochecer, antes de la cena, Juán y Ángeles se disponían a catar las cuatro vacas, pero una, grande, negra, llamada Morica, tenía malas costumbres, y daba coces con sus patas traseras a los que se acercaban a ella. Juán, que era bruto, había preparado una vara de avellano, cimbreante, que parecía un látigo, cuando le soltaba alguna coz, le propinaba unos zurriagazos, sobre los lomos, producíndola sufrimiento, y la vaca, se inquietaba, cabeceaba y bramaba, no había quien la catara.

    Pero Ángeles, persona intuitiva e inteligente, determinó colocarse frente a ella, acariciándole la cara y dándole algo que le gustaba y así se iba confiando; luego por su costado derecho, desde la cabeza hacia atrás, le iba acariciando con la mano, le hablaba, y vio que esto era bueno, y se pudo a entonar una canción, que era el himno a San Isidro Labrador, que conocía su letra y música.

   Toma un caldero limpito, se coloca un mandil, que ella había confeccionado, y una gorra visera, acerca un taburete de tres patas y comienza a lavar la ubre y tetas de la vaca, a la vez que canturreaba. Se sienta y da comienzo a catarla, como medida precautoria, toma una teta, tira de ella, saliendo abundante leche, calentita y espumosa, y no pasa nada y la Morica está tranquila y relajada.

   Ángeles toma otro teto con la otra mano, simultaneando el ordeño con ambas manos, que es harto difícil, que se requiere habilidad y destreza, pero ella tenía las dos cosas.

   No dejaba que se acercara Juán a la vaca, porque lo iba a estropear todo; así él se libro de alguna coz, y Ángeles quedó obligada al ordeño de esta vaca.   

   Este hogar, del que era el alma Ángeles, resultaba placentero, en el que respiraba paz y sosiego, y los días iban trascurriendo y llego el momento que esta buena mujer concibió un hijo y esta noticia sella la satisfacción de este enamorado matrimonio, y se extiende al viejo Juán, que iba a ser su abuelo, y también al resto de la familia. El embarazo era bueno, no impedía a Ángeles seguir trabajando en todo, y llego el momento de dar a luz, naciendo un hermoso niño, con un peso de casi cuatro kilos y muy largo.

    Piensan en bautizarlo, y como antes se hacia pronto, su padre, quiere ponerle Juán como él, pues era tradición en la familia y su mujer lo asume con normalidad.

    Pero de pronto, sin saber cómo ni porqué, este idílico hogar se trunca; Juán se torna huraño, silencioso, no habla nada y uno de los días, le dice a su esposa  que quiere hablar con ella, se van al corral donde no estaba el padre y no podía oírles y sentados ambos en unos poyos, le dice: “he pensado, y mucho, sobre la conveniencia de echar a mi padre de casa, pues no hace otra cosa que fumar y comer, es un estorbo, y una boca menos mejoraría nuestra economía”.

    La esposa palidece, estas palabras le producen escalofríos, medita y piensa en la contestación para su marido y le dice: ¿pero como has pensado tal monstruosidad? Tu padre es buenísimo, lo ha dado todo, no molesta nada y yo gustosamente asumo su cuidado.

    Juán morugo, con la cabeza gacha, sin atreverse a mirar a su mujer, se levanta y se marcha.

   En este instante se consuma un horrendo pecado; Juán se dispone a echar a su padre de la casa; la esposa, que amaba a su marido, no quiere contrariarlo, medita, y en el fondo de su conciencia hay algo que le dice que no puede consentir lo que su marido pretende hacer, y en un momento que estimó propicio o más oportuno, habla con Juán, diciéndole que cómo va a expulsar de casa a su anciano y delicado padre; que cuando se enteren los familiares y vecinos nos criticaran, nos dejarán de hablar y nosotros y nuestro tierno hijo cargaremos con el baldón de este hecho insólito.

   Juán ni la contesta, y al declinar del atardecer, toma del brazo a su encorvado padre, le da el cayado, le saca a la antojana y le dice que se vaya y no regrese a este hogar, que era el suyo; Ángeles presencia esta terrorífica escena, sus ojos se nublan y de ellos brotan lágrimas abundantes, las que enjuga con su mandil, sube a la habitación de su suegro, coge la mejor mana, la enrolla y la coloca debajo del brazo, sale con ella a la calle en donde ya anochecía, agiliza el paso para alcanzar a Juán, extiende la manta, la enrolla sobre su cuerpo, le mira y estaba llorando, no sabemos, pero nos imaginamos esa escena dramática, en que un octogenario hombre abraza a una linda mujer, cargados los dos de valores, de cariño y afecto, despidiéndose de una forma brutal, originada nada más y nada menos que por su hijo y esposo y todo esto se cruza en sus mentes. Ángeles mira al anciano con ternura, entre sollozos le habla y le dice que perdone la sinrazón de su hijo, que confíe en la fé; le limpia las lágrimas y se despide de su padre político, para siempre. Semicorriendo vuelve al hogar, se encierra en su cuarto, se arrodilla contra la cama y le pide al Señor para Juán, que sea confortado en esa soledad punzante, y ni puede comer, ni dormir, ni articular palabra. Es ahora cuando se ha consumado el derrumbamiento moral de aquel hogar tan amoroso, que ella creó, con su buen hacer, porque la gran llama que no cabía en su corazón, se fue extinguiendo hasta apagarse.

    Ya no amaba a su esposo, no podía hacerlo, pero tampoco quería odiarlo, pues su formación moral se lo impedía.

    Esta mujer se fue destrozando a lo largo de su vida, y con ella, su tierno hijo.
   De este incalificable hecho, solo eran conocedores Juán y Ángeles.

    Dos días más tarde, un labrador de esta aldea, con sus madreñas para evitar el rocío del prado, y apoyando en su hombro la guadaña, se dirigió a una finca que tenía a las afueras del pueblo y se disponía a segar hierba, cuando alzó su mirada, vio un gran bulto y, acercándose a él, levantó la manta que lo cubría y vio al Sr. Juán, su buen amigo, que estaba muerto, acurrucado y todo tapado con la manta; se sorprende y va a contárselo a los vecinos con los que se topó.

    Esta fausta noticia, corrió rápidamente, dieron cuenta a la Guardia Civil, y una pareja de la Benemerita, se personó de inmediato e instruyó el correspondiente atestado, que trasladaron al Sr. Juez, quien acompañado por el Médico Forense se llegó al lugar de autos, y diagnosticado su fallecimiento, ordenaron el levantamiento del cadáver y su traslado al depósito municipal, para, al siguiente día practicarle la autopsia.

    Este sucedido, corrió rápidamente, no solo a los pocos habitantes de la aldea, sino también a las cercanas, y enterados de ello, las tres hijas y dos hijos del Sr. Juán todos nerviosos y angustiados, van llegando precipitadamente al depósito de cadáveres, pequeñito que había en el camposanto; reconocen el cadáver, que es el de su padre, y las escenas de dolor se multiplican , y se abrazan unos a otros, con llanto desatado, con lloro incontenible, siendo consolados por el párroco de la localidad, y cientos de amigos que allí se apiñaron.

    Casi sin poder articular palabras, se interrogan lo que ha acontecido a su padre, que aunque anciano estaba bastante bien. Alguien les cuenta que su hermano Juán le había echado de casa tres días antes, y en este instante se produce tal rabia e indignación hacia su hermano, y consecuentemente a su esposa Ángeles, a ésta como coadyuvante de tal horrendo pecado, a los que jamás volverían a hablar. Al funeral no asistieron ni Juan ni Ángeles, porque de haberlo hecho sin duda habría ocurrido aún algo más desagradable.

    Cercana a la casa que me he referido, se encontraba una Escuela mixta, de la cual, poco tiempo atrás, se había posesionado como Maestro titular, en propiedad, una jovencita, que iba desde Oviedo, que además era bonita y elegante, que se llamaba Marina.

     La Señorita Marina, como la llamaban, era la primera escuela que regentaba, pues antes de ella, interinamente, habían pasado algunos Maestros.

     Sin duda esta joven, que me consta muy preparada, diseñó, estructuró la forma de ejercer la docencia, para que ésta resultara atractiva y beneficiosa para sus alumnos. Comenzó por lo básico inculcando a sus alumnos la puntualidad, el orden, el silencio, el comportamiento, los modales, la compostura, etc. Y cuando esto estaba logrado, se mete de lleno a desarrollar el programa educativo, formando gráficas y horarios, para cada disciplina: gramática, historia, matemáticas, etc., y es cuando los alumno se percatan, tras las explicaciones de la profesora, que les gustaba, y van adquiriendo conocimientos, no falta ninguno a clase, y asisten limpios y bien vestidos.

    Todos, los padres, pero de manera especial las madres, lo palpan y les consta que sus hijos han adquirido conocimientos, modales y valores.

    Pretendían todas, hablar con la Srta. Marina, que con educación y respeto la trataban, pero que les infundía confianza, las animaba y las decía como se comportaban sus hijos, como debían cuidar que hicieran los deberes, etc.

    Uno de los días, se acerca la madre de Juán, la saluda y le dice  que si podía escucharla un rato, durante el recreo, ya que tiene necesidad de desahogarse. Marina la ve afligida, la invita a que pase a su despachito, la manda sentar, le infunde confianza, y le cuenta lo que ella ya sabía, es decir, la expulsión de su suegro que realizó su esposo y el fallecimiento posterior, con el subsiguiente drama. Lo narra con pelos y señales, con timidez y lágrica incontenidas, afirmando que ella era totalmente inocente, que no había inducido a su marido a tal hacer, sino que le hizo saber que no podía hacer lo que hizo.

    Marina, tras escucharla con avidez y mucha atención, la consuela, diciéndole frases caldeada de amor, la sonríe y le anima a seguir adelante, a sacar a su hijo, educándole en valores, que ella, dentro de sus posibilidades así lo haría. Ángeles se va, sin duda confortada y animada, y a los pocos días, le lleva un haz de flores fresquitas de la huerta, de diversos y hermosos coloridos y sonriente se las entrega a Marina y ésta se hace cargo de ellas, la mira y la sonríe abiertamente. Marina como ya venía haciéndolo, las acomoda en tarros y tiestos y coloca en las soleras de los grandes ventanales de su aula, pero al marcharse Ángeles, le pregunta como se encuentra contestándole, que mejor, más tranquila, y ambas de nuevo se sonríen y además ambas eran muy lindas.

    Finalizada la clase, Marina se acercaba a la Iglesia, que se encontraba a breve trecho, pues allí hacía sus rezos, procuraba verse con el párroco, que era mayor, de excelentes dotes sacerdotales, y a él le cuenta el drama por el que está pasando Ángeles, y tras una larga y franca conversación, Marina le dijo que esa buena señora, ni por acción ni omisión, había intervenido en el hecho abominable, realizado por su esposo Juán, y que además, ella le reprochó esta acción antes de cometerla.

    El párroco, así lo cree e indica a su interlocutora Marina, que como Ángeles va a la escuela a llevar a su hijo, procure verla y decirla que se llegue a la Iglesia, que el párroco quiere hablar con ella, y dicho y hecho. Marina lo cumplió de inmediato y Ángeles se fue a la Iglesia.

    La conversación del Ministro del Señor, con aquella dolorida mujer, nos la podemos imaginar, pero ésta, le pidió la confesión y este acercamiento a la Iglesia  beneficio a Ángeles, pues ya contaba con dos personas influyentes en la aldea, cual era el párroco y la maestra.

    Marina, como contaba con tiempo para todo, al acercarse el mes de mayo, dedicado a la Santísima Virgen, prepara a un grupo de niños y niñas, formando un pequeño coro de voces angelicales, que tras el rosario, cantan canciones a la Virgen; entre estos niños, estaba Juanito, el hijo de Ángeles, también asistía ésta, que cantaba muy bien. Aunque a Ángeles el peso del sufrimiento le hacía caminar con la mirada hacia abajo, llevaba unos enormes ramos de flores preciosas, que entre ella, Marina y otras jóvenes colocaban a los pies de la Virgen, y llegada la hora, cantaban canciones alusivas a la Virgen, que habían ensayado, y las voces de los niños, unidas a la de Ángeles, resultaban fenomenalmente.

    Se iba rompiendo el hielo, las gentes antes recelosas, se iban concienciando de la inocencia de Ángeles, y aun con timidez la saludaban, sin entablar conversación.

    Los designios providenciales van actuando, y uno de los tres hijos del Sr. Juán, tenía una preciosa niña, como lo era su madre, que era alumna de Marina, y ésta, que conocía todo lo que en la aldea había acontecido, fue acercándose a esta señora, tomando confianza con ella, y un día la mando pasar a su despacho, ambas se sentaron frente a frente, y hablaron sin tapujos, primero de su niña, que era buena, que progresaba en conocimientos, etc, para adentrarse sin rodeos a hablar de lo que le había pasado a su padre, cuando su hermano Juán lo echó de casa. Marina, que tenia un correcto lenguaje, supo transmitir a su interlocutora, que su cuñada Ángeles, no había tenido participación alguna en tal execrable suceso, y que ella, había hecho lo humanamente posible para convencer a Juán, su esposo, que no lo ejecutara, sin lograrlo.

    Esta madre, que se había forjado, en su hogar, en valores; arrancó a llorar y sollozando dijo a Marina que ella así lo creía por dos razones, la primera que conocía a su cuñada Ángeles y sabia, le constaba fehacientemente, que era muy buena, una excelente mujer, y la segunda que aun mejor conocía a su hermano Juán, que tenía instintos perversos, y conjugando ambas cosas sacó la conclusión de que Ángeles fue inocente.

    La conversación se interrumpe, pues el contenido de la misma harto difícil y demostraba de manera palmaria que Ángeles, aquella excelente mujer, para nada había coayudado en el hecho que nos ocupa, y que una hermana de Juan, tenga que reconocer a éste como una persona indigna y capaz de haber perpetrado tan execrable hecho.

    Marina, que también lloro, pero que era persona reflexiva e inteligente, y que ella, con su forma de ser y hacer, iba logrando lo que se había propuesto, que no era otra cosa que reconciliar aquellas familias, y a aquellos buenos aldeanos.

    A la cuñada de Ángeles, con la que reanuda la interrumpida conversación, le dice que siendo ella y su cuñada buenas y religiosas, se deben hablar y luego amarse como antes lo hacían y esto se logró.

    Este fue el paso para iniciar una etapa, que culminó con el acercamiento de todos los familiares de Juan, que eran muchos, hermanos, cuñados, nietos, etc.
Fue el triunfo de la razón…

    La hostilidad de todos quedo abolida, centrándose ésta en el único responsable, Juán, el autor de la expulsión de su padre de casa, que además era la suya y el causante de su muerte, en las circunstancias en que se produjo.

    La paz y solidaridad retornó a los habitantes de esta aldea y de ella quedó excluido Juán, por su perversión y su horrendo pecado.

    Ahora comprenderéis el porqué no he querido poner nombre a esta entrañable aldea, dado que hechos análogos al que nos ocupa se vienen, desgraciadamente produciendo en muchas localidades de nuestro suelo patrio.

    Repugna la maldad que anida en algunos corazones, que a las personas que les han dado el ser, la vida, su crianza y educación, les paguen con una infidelidad cruel, fría, lacrante; que si bien, los que sufren, son honrados, personas normales, nobles y cargados de valores, estos hechos los atormentan, les hacen sufrir; contrariamente, los hijos, hijas, nietos o familiares, que intervienen por acción u omisión en análogos sucedidos, son indignos de haber nacido, que tras haberlos consumado, se colocan al borde del precipicio de sus vidas, y más tarde sufrirán idénticos o análogos sucedidos.

    En cuanto a la joven y linda Sra. Marina, que con su forma de ser y hacer, cumplió un deber cívico y moral en esta aldea y así se granjeo, el cariño, respeto y admiración, de todos los habitantes de esta encantadora localidad.

    Pero como Marina aspiraba a ascender en su carrera docente, pues gozaba de una bata preparación, opositó a Concurso de Párvulos, obteniendo plaza, y con ello dio un gran sato, desde esta aldea a una villa, Almanza, en la provincia de León, y allí, nos conocimos, nos hicimos novios y nos casamos en la Iglesia de San Juan el Real, en Oviedo.

    A lo largo de los años que con ella conviví, que fueron 52, pude corroborar que era tal como la he descrito, y cuando pasábamos en nuestro coche por esta aldea, siempre me decía, tras detener el vehículo: “Aquí estaba mi escuela…aquí me hospedaba, en casa de… etc.

    Marina ya murió, no me es posible cuando esto escribo, preguntarle cosas de este lugar; ya no me acompaña en el coche, cuando paso a vuestro lado, pero lo que sí puedo hacer y hago, es detener el vehículo, apagando el motor, hago una breve e intensa contemplación de vuestros hogares, vuestra huertas, los prados, la bella naturaleza que los rodea, la iglesita con su campanario, el riachuelo…y elevo una oración al cielo, y siento que mis ojos se inundan de lágrimas, que brotan de lo más íntimo y profundo de mi ser, que corren, se deslizan por mis arrugadas mejillas, hasta el suelo, quedando allí alguna gota en recuerdo profundo y cariñoso a Marina, y a vosotros, los buenos habitantes de esta aldea que ella tanto quería, de la que me hablaba y a la que añoraba.

    Ahora comprenderéis, que en el enunciado de este escrito me refería al “Mal endémico que nos ha tocado vivir, en la era de progreso”.

    Este hecho no es único, sino uno de tantos otros, que conocemos día tras día, por los medios de comunicación; son diversos, pero coincidentes en lo fundamental.

    Tenemos que obligatoriamente reflexionar sobre ello, los motivos y circunstancias que los causan, y deducir conclusiones.

    Yo entiendo que la sociedad se está materializando; los valores éticos y morales se van desintegrando, y la conjunción de todo ello, nos ha llevado a que se cometan horrendos crímenes, a los que nos vamos acomodando, y si no cambiamos y si vamos avanzando, en este desenfrenado caminar, es inexorable, nos precipitamos al abismo y de ello no se retorna.

                     Oviedo, 1 de  Junio de 2008


MANUEL SERRANO VALBUENA

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